martes, 22 de enero de 2019

LA TINTA DE PETER PAN


Cuando yo iba a E.G.B había una especie de transición entre pequeños y no tan pequeños. Recuerdo vagamente, que dentro de un estuche de color verde, tenía un lápiz y una goma. También un sacapuntas y dos bolígrafos uno azul y otro rojo.
Al principio, los bolígrafos eran para copiar los enunciados, en rojo escribías el número del ejercicio y en azul la pregunta. Lo solíamos resolver siempre a lápiz. Porque equivocarte era lo normal cuando vas aprendiendo. El lápiz y la goma MILAN te daban esa seguridad que ahora daría la pantalla y el CTRL+Z. Pero a medida que te hacías mayor, ya guardabas sólo el lápiz para las matemáticas. En las lenguas, en sociales o en naturales contestabas en bolígrafo. Azul, ya que el rojo era el malo, con el que tenías que marcar las equivocaciones.
Ese paso, de niño a no tan niño, tenía mucho más de lo que parecía. En los libros ya había más letras que dibujos y debías estar más seguro de tu respuesta, ya que no había marcha atrás. Salieron unas gomas que borraban tinta. Naturalmente yo di la tabarra hasta que me la compraron. Era rosa y azul. Supuestamente la parte rosa era para el lápiz y la azul para la tinta. Más que borrar, lo que hacía es un raspado al papel que solía primero emborronar y luego hacer un agujero. Así que debías prestar igualmente atención, tanto a tus respuestas como a tus correcciones. Mucho, mucho tiempo después salió el típpex, ese líquido que parecía un pintauñas y que olía mal, pero mal. Si no eras muy cuidadoso, la hoja de tus ejercicios pesaba más que lo normal, por la cantidad de líquido que utilizabas. Ahí me di cuenta que aunque no quieras, los errores siempre pesan. Siempre creí que el típpex en su primer formato era para los pequeños errores. Para los grandes lo mejor era volver a empezar de cero.
Hoy existe la tinta borrable. Han mejorado la fórmula y si no aprietas mucho al escribir tus errores no suelen notarse.
Eso tiene un problema. Los niños no han pasado la evolución de sentirse adulto cuando el primer día de clase te dicen “En este curso utilizaremos los bolígrafos, guardad los lápices para plástica y para cuando haya que dibujar el sistema respiratorio en Ciencias”. Y entonces el sentimiento que tenías era que ya eras mayor y que a partir de ese momento la vida ya iba en serio.
Que la tinta sea borrable, puede ser bueno. Les da a los chavales la oportunidad de rectificar y aprenden que con un error no se termina el mundo. Sin embargo, también se acostumbran a vivir con esa comodidad del CTRL+Z, de nada tiene consecuencias.
Soy adicta a comprar bolígrafos. Las papelerías me dan esa especie de paz zen que otros encuentran en una pastelería o en una tienda de zapatos. Pasaría horas eligiendo un bolígrafo. Esos pequeños tubos con palabras encerradas a punto para salir. Uno de mis favoritos tiene la tinta marrón. No ha triunfado mucho ya que me cuesta encontrarlos. No se puede borrar. Así que hay que pensar antes de escribir. Igual que hay que pensar antes de hablar. La tinta borrable nos ha quitado las pausas. Y puede que la prudencia. No sé si para bien o para mal, pero hoy en día manda la inmediatez. El primer pensamiento. Recuerdo un libro de Carmen Martín Gaite, “Nubosidad Variable” donde aconsejaba que una vez algo estuviera escrito no debía borrarse. Lo que habías escrito era el primer impulso, lo que de verdad piensas. Nunca he seguido ese consejo, reconozco que aunque en mi faceta personal sí soy de escribir lo primero que me pasa por la cabeza, en los textos “literarios” soy de escribirlos mil veces y en muchas ocasiones mueren en una de las mil correcciones y nunca ven la luz. Puede que eso sea un poco mi manera de ser. Muchas veces dirías cosas, incluso te imaginas diciéndolas pero callas, porque una vez dichas no existe la marcha atrás. Siempre pienso en el dilema de la Entropía, puedes deshacer un terrón de azúcar, pero no hay marcha atrás, no puedes hacer que vuelva a ser un terrón.
La lengua y la pluma son armas peligrosas. Y debes cuidar tus palabras como un paisajista que cuida su jardín. Buscar armonía.
Hay que ver lo que da de sí una tarde de lunes mientras ves que todos los bolígrafos de los niños son de tinta borrable.
Me planteo si hemos sido una generación afortunada por la falta de inmediatez de las cosas, por el gusto por las lecturas un poco más pausadas, por el tiempo que te tomabas en buscar una palabra en el diccionario o si por el contrario nos hemos perdido un poco de vida por el miedo a equivocarnos. Me pregunto si la generación millenial, que ahora ya está teniendo problemas propios de la adultez notará que les ha faltado tiempo de reflexión. O si sienten que les ha faltado niñez o por el contrario son eternos Peter Pan que se niegan a crecer y creen poder borrar todas las respuestas equivocadas.
Ahí lo dejo. Es invierno, hay niebla tras la ventana y hace frío, así que no os extrañe que el post me haya salido un poco introspectivo. Hasta la próxima, sed felices.



lunes, 14 de enero de 2019

OBSOLESCENCIA PROGRAMADA.


La obsolescencia programada es un invento tecnológico. Para los pocos a los que no les suene la expresión imaginad que vais a una tienda y os compráis un móvil y el dependiente intenta colocarte uno de 700€, porque el señor está haciendo su trabajo y te dirá que vas a alucinar con la definición de la pantalla y la rapidez que notarás en cuanto lo compares con tu viejo teléfono, lo que no te dice es que al cabo de un par de años como mucho, el móvil ya no te servirá, y por cierto, si te gastas 100€ tampoco te va a servir. Cuentan por ahí que hay un número limitado de recargas de batería y en cuanto las has cumplido tu Smartphone se convierte en un minirobot triste incapaz de cumplir con su cometido. Es muy probable que no llegues a los dos años, al año y medio las actualizaciones no te funcionaran, no te quedará espacio y la duración de la batería será de un café largo mientras consultas Instagram.
No sólo son los móviles, también los coches, las televisiones, los frigoríficos y los microondas. Es todo. Además los señores de marketing trabajan mucho y muy bien para que cuando nos tengamos que comprar cualquier cosa de nuevo debido a la obsolescencia, no sólo no nos enfademos sino que estemos felices de hacerlo. La novedad de la tecnología nos alegra tanto que nos olvidamos absolutamente que somos un rebaño de pringados a quienes nos venden necesidades inventadas.
Recuerdo cuando yo era pequeña y mi abuela después de comer se sentaba a ver una teleserie. Le cogía cariño a los personajes y cuando no salía alguno que le gustaba decía “hoy Des no ha salido, a ver si viene mañana”. (Por cierto, la telenovela en cuestión es “Neighbourgs” una versión australiana y soleada de “Eastenders”). Cuando me di cuenta que para ella aquello era tan mágico como tener un cine en casa, la ventana al mundo con la que yo ya había nacido, pensé que esa mujer que iba a lavar al lavadero comunitario de Tremp y que no tenía agua corriente en su casa de recién casada, había vivido el boom tecnológico y que yo no sería capaz de ver cambios así.
Pues cuando un niño me preguntó qué miraba yo en Netflix de pequeña y le dije que cuando yo era pequeña no había ni internet, ni Netflix y si me apuras ni ordenadores, ya que yo aprendí mecanografía en una vieja Olivetti azul de mi padre, el chico me miró sin entender. La confusión de su cara fue épica. Y después de hacerle entender que no viví pintando bisontes en cuevas y arrancando sus pieles para taparme en invierno, pues se quedó un poco más tranquilo. Pero yo me di cuenta que sí era un poco como mi abuela con la tele. He vivido cambios y me han creado necesidades sin las que no puedo vivir.
Creo que el niño ya no me ve como a una igual. Me ve como a una superviviente de una época oscura que lucha por ponerse al día y no quedarse atrás en cuestiones tecnológicas. Bueno, la verdad es que le doy clases de refuerzo y el niño no es tan listo, seguramente ya ni se acuerda de la conversación que mantuvimos.
Lo que sí quiero decir es que la obsolescencia programada ha pasado del terreno tecnológico al humano. Lo viejo no gusta. Hay que escuchar las voces jóvenes porque son los reyes de la logística y dicen cosas en inglés como “target”, “mainstream”, “hater”, “poser” y “coffebreak”.
Pero no saben quién es Quevedo. Odian el Quijote por aburrido, la música clásica es un leñazo de antiguos y de historia mejor ni hablemos.
Veo que estamos delante de un peligroso abismo, donde sea la tecnología, sea la educación recibida nos lleva por un camino que irremediablemente va hacia Villadesastre. Y es que hoy a la gente se le ha olvidado recordar. No solamente a los jóvenes, los adultos y los viejos también rezamos a los dioses de Neón o de Led. Son dioses fugaces y crueles que se renuevan periódicamente y nos obligan a no apartar los ojos de las pantallas.
Pese a todo lo que he escrito soy una auténtica fanática de la tecnología, aunque me pregunto si es sólo un arma para no sentirme del todo mayor, para sentir que sigo en el juego. 
Quiero pensar que no, porque aunque domino las redes a nivel de usuario igual que un crío de 16 años, de vez en cuando miro al cielo y le sonrío a la luna. Sin ninguna aplicación que me guíe ni me diga el nombre de las constelaciones. Y me hipnotizan los colores sin filtros de las puestas de sol. El silencio de la nieve cuando cae. O conocer los secretos de las piedras de las catedrales rozándolas con la yema de mis dedos. 

Mi consejo para este 2019 es que no os creáis que la obsolescencia programada también existe para los humanos, escuchadlos sin verlos como robots anticuados e inservibles, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Os dejo con música bonita para los que quieran disfrutar algo de la era pre-internet aunque paradójicamente lo escucharan gracias a la tecnología.
Hasta la próxima, sed felices.



EL CREADOR DE DISTOPÍAS

  Tengo un amigo que ama las distopías. Escribe sobre ellas y parece que todo lo analiza con precisión quirúrgica, cuando lo imagino delante...