La obsolescencia programada
es un invento tecnológico. Para los pocos a los que no les suene la expresión
imaginad que vais a una tienda y os compráis un móvil y el dependiente intenta
colocarte uno de 700€, porque el señor está haciendo su trabajo y te dirá que
vas a alucinar con la definición de la pantalla y la rapidez que notarás en cuanto
lo compares con tu viejo teléfono, lo que no te dice es que al cabo de un par
de años como mucho, el móvil ya no te servirá, y por cierto, si te gastas 100€
tampoco te va a servir. Cuentan por ahí que hay un número limitado de recargas
de batería y en cuanto las has cumplido tu Smartphone se convierte en un
minirobot triste incapaz de cumplir con su cometido. Es muy probable que no
llegues a los dos años, al año y medio las actualizaciones no te funcionaran,
no te quedará espacio y la duración de la batería será de un café largo
mientras consultas Instagram.
No sólo son los móviles,
también los coches, las televisiones, los frigoríficos y los microondas. Es
todo. Además los señores de marketing trabajan mucho y muy bien para que cuando
nos tengamos que comprar cualquier cosa de nuevo debido a la obsolescencia, no
sólo no nos enfademos sino que estemos felices de hacerlo. La novedad de la
tecnología nos alegra tanto que nos olvidamos absolutamente que somos un rebaño
de pringados a quienes nos venden necesidades inventadas.
Recuerdo cuando yo era
pequeña y mi abuela después de comer se sentaba a ver una teleserie. Le cogía
cariño a los personajes y cuando no salía alguno que le gustaba decía “hoy Des
no ha salido, a ver si viene mañana”. (Por cierto, la telenovela en cuestión es
“Neighbourgs” una versión australiana y soleada de “Eastenders”). Cuando me di
cuenta que para ella aquello era tan mágico como tener un cine en casa, la
ventana al mundo con la que yo ya había nacido, pensé que esa mujer que iba a
lavar al lavadero comunitario de Tremp y que no tenía agua corriente en su casa
de recién casada, había vivido el boom tecnológico y que yo no sería
capaz de ver cambios así.
Pues cuando un niño me
preguntó qué miraba yo en Netflix de pequeña y le dije que cuando yo era pequeña
no había ni internet, ni Netflix y si me apuras ni ordenadores, ya que yo
aprendí mecanografía en una vieja Olivetti azul de mi padre, el chico me miró
sin entender. La confusión de su cara fue épica. Y después de hacerle entender
que no viví pintando bisontes en cuevas y arrancando sus pieles para taparme en
invierno, pues se quedó un poco más tranquilo. Pero yo me di cuenta que sí era
un poco como mi abuela con la tele. He vivido cambios y me han creado necesidades
sin las que no puedo vivir.
Creo que el niño ya no me ve
como a una igual. Me ve como a una superviviente de una época oscura que lucha
por ponerse al día y no quedarse atrás en cuestiones tecnológicas. Bueno, la
verdad es que le doy clases de refuerzo y el niño no es tan listo, seguramente
ya ni se acuerda de la conversación que mantuvimos.
Lo que sí quiero decir es
que la obsolescencia programada ha pasado del terreno tecnológico al humano. Lo
viejo no gusta. Hay que escuchar las voces jóvenes porque son los reyes de la logística
y dicen cosas en inglés como “target”, “mainstream”, “hater”, “poser” y “coffebreak”.
Pero no saben quién es
Quevedo. Odian el Quijote por aburrido, la música clásica es un leñazo de antiguos
y de historia mejor ni hablemos.
Veo que estamos delante de
un peligroso abismo, donde sea la tecnología, sea la educación recibida nos
lleva por un camino que irremediablemente va hacia Villadesastre. Y es que hoy a
la gente se le ha olvidado recordar. No solamente a los jóvenes, los adultos y
los viejos también rezamos a los dioses de Neón o de Led. Son dioses fugaces y
crueles que se renuevan periódicamente y nos obligan a no apartar los ojos de
las pantallas.
Pese a todo lo que he
escrito soy una auténtica fanática de la tecnología, aunque me pregunto si es
sólo un arma para no sentirme del todo mayor, para sentir que sigo en el juego.
Quiero pensar que no, porque aunque domino las redes a nivel de usuario igual
que un crío de 16 años, de vez en cuando miro al cielo y le sonrío a la luna.
Sin ninguna aplicación que me guíe ni me diga el nombre de las constelaciones. Y
me hipnotizan los colores sin filtros de las puestas de sol. El silencio de la
nieve cuando cae. O conocer los secretos de las piedras de las catedrales rozándolas con la yema de mis dedos.
Mi consejo para este 2019 es
que no os creáis que la obsolescencia programada también existe para los humanos,
escuchadlos sin verlos como robots anticuados e inservibles, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Os dejo con música bonita
para los que quieran disfrutar algo de la era pre-internet aunque
paradójicamente lo escucharan gracias a la tecnología.
Hasta la próxima, sed
felices.
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