lunes, 27 de enero de 2014

Un gato londinense con bufanda.


 Hace un tiempo, fui a Londres a celebrar mi cumpleaños. Había esperado ese viaje toda mi vida. Mi mitomanía británica siempre estuvo allí. De pequeña leía a Sherlock Holmes. Cuando mis padres decidieron apuntarme a una actividad extraescolar, me apuntaron a inglés. Cuando yo me quise borrar porque en clase lo pasaba fatal y mis compañeros, hoy saldrían en un programa de T5 contra el bullying, mis padres me hicieron quedar y seguir estudiando. Recuerdo a mi yaya  enseñándome a dar una patada a los niños “donde duele”. Que duros eran los setenta para alguien con gafas y jerseys tejidos por su abuela...
Bueno, pues seguí. Además, de mayor veía series como “Eastenders”, bebía té, escuchaba a los beatles, y mi icono era un poster de “Blow up” con David Hemmings en blanco y negro.
Cuando empecé a viajar, Londres siempre me parecía una buena oportunidad, pero por una cosa o otra siempre acababa en otro sitio.
Cuando llegué a Londres, descubrí que ya había estado allí. Resulta que Londres se parecía a cualquier otra ciudad europea. Naturalmente disfruté de todo. Bebí té, paseé por los parques, pagué precios indecentes por la cerveza y vi a la gente vestida de Halloween. Hice fotos. Visité museos. Mercadillos. La entrada del Hotel Savoy. El puente. La piedra Rossetta. El Big Ben. Y todo lo que un turista suele hacer en un corto viaje a una ciudad. Pero tenía la sensación de que ese viaje me llegaba 20 años tarde.
Entonces conocí a un gato. Un día, allí estábamos  en la terraza de un pub, cuando se nos acercó un músico callejero con un gato en el hombro. El músico tocaba a cambio de monedas y el gato llevaba bufanda. Hablamos un poco, le pregunté cómo se llamaba el gato y me dijo que “Bob”. No se me ocurrió preguntarle como se llamaba él. Pues resulta que se llama James Bowen, porque acabo de ver que ha sacado un libro explicando la historia del gato, y claro, la suya propia. Volví a ver al músico del gato cerca del centro. Siempre estaba rodeado de turistas que hacían más caso a Bob que al pobre músico.
No he leído el libro, voy a hacerlo en breve, a ver si lo consigo en versión original.

Al ver el libro del “gato callejero llamado Bob”. Recordé porqué me gustaba tanto Londres. Y es que cuando yo era adolescente, y el mundo quedaba muy lejos de mi, Londres era esa promesa de un mundo mejor, donde todo era posible, donde pasaba todo lo interesante, donde había punks en Picadilly Circus, brujas en Portobello, detectives en Baker Street, nannys que viajaban en paraguas... 
Y  reconozco que debe tener algo especial ya que no en todos sitios un músico y su gato escriben su historia en un libro y ésta tiene éxito.  

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