Hace
un tiempo, fui a Londres a celebrar mi cumpleaños. Había esperado ese viaje
toda mi vida. Mi mitomanía británica siempre estuvo allí. De pequeña leía
a Sherlock Holmes. Cuando mis padres decidieron apuntarme a una actividad
extraescolar, me apuntaron a inglés. Cuando yo me quise borrar porque en clase
lo pasaba fatal y mis compañeros, hoy saldrían en un programa de T5 contra el
bullying, mis padres me hicieron quedar y seguir estudiando. Recuerdo a mi yaya enseñándome a dar una patada a los niños “donde
duele”. Que duros eran los setenta para alguien con gafas y jerseys tejidos por
su abuela...
Bueno,
pues seguí. Además, de mayor veía series como “Eastenders”, bebía té, escuchaba
a los beatles, y mi icono era un poster de “Blow up” con David Hemmings en
blanco y negro.
Cuando
empecé a viajar, Londres siempre me parecía una buena oportunidad, pero por una
cosa o otra siempre acababa en otro sitio.
Cuando
llegué a Londres, descubrí que ya había estado allí. Resulta que Londres se
parecía a cualquier otra ciudad europea. Naturalmente disfruté de todo. Bebí
té, paseé por los parques, pagué precios indecentes por la cerveza y vi a la
gente vestida de Halloween. Hice fotos. Visité museos. Mercadillos. La entrada
del Hotel Savoy. El puente. La piedra Rossetta. El Big Ben. Y todo lo que un
turista suele hacer en un corto viaje a una ciudad. Pero tenía la sensación de
que ese viaje me llegaba 20 años tarde.
Entonces
conocí a un gato. Un día, allí estábamos en la terraza de un pub, cuando se nos acercó
un músico callejero con un gato en el hombro. El músico tocaba a cambio de
monedas y el gato llevaba bufanda. Hablamos un poco, le pregunté cómo se
llamaba el gato y me dijo que “Bob”. No se me ocurrió preguntarle como se
llamaba él. Pues resulta que se llama James Bowen, porque acabo de ver que ha
sacado un libro explicando la historia del gato, y claro, la suya propia. Volví
a ver al músico del gato cerca del centro. Siempre estaba rodeado de turistas que
hacían más caso a Bob que al pobre músico.
No
he leído el libro, voy a hacerlo en breve, a ver si lo consigo en versión
original.
Al
ver el libro del “gato callejero llamado Bob”. Recordé porqué me gustaba tanto
Londres. Y es que cuando yo era adolescente, y el mundo quedaba muy lejos de
mi, Londres era esa promesa de un mundo mejor, donde todo era posible, donde
pasaba todo lo interesante, donde había punks en Picadilly Circus, brujas en
Portobello, detectives en Baker Street, nannys que viajaban en paraguas...
Y reconozco que debe tener algo especial ya que no en todos sitios un músico y su gato escriben su historia en un libro y ésta tiene éxito.