Hablar por hablar. Hablar por comunicarse. O para sentir
las palabras como ese nexo de unión entre personas. Hablar por escrito, por teléfono, en
susurro o a gritos. Hablar para entenderse o para desentenderse. Hablar para
escandalizar, para seducir, para convencer, hablar para seguir vivo.
Hablar y que tus palabras sean citadas, apropiadas y
violadas. Hablar y firmar tu sentencia. O hablar y conquistar horizontes
perdidos. Hablar de mí y al hacerlo, hablar de todos, porque en el fondo, todos
somos uno.
Sacrificar los significados, igual que se sacrifican ofrendas
a las deidades olvidadas. Y cuando no se habla, echarlo de menos. Y recordar las
palabras escuchadas, repasarlas como en un álbum de cromos de cuando éramos
pequeños. Invocar conversaciones imaginadas y al hacerlo darles vida propia, en
universos paralelos.
Callar y conectar la tele. Y escuchar palabras
enmascaradas. Eufemismos, los llaman. Y maquillar con palabras los hechos. Acto
que algunos han convertido en arte. Y algunos en profesión. Y nosotros los
hemos convertido en dioses. Profanos, pero dioses con todo el poder. A los que convierten las palabras en espadas, y usan espadas para vender palabras.
Apagar la
tele, tirar el periódico y evitar que la palabra siga siendo asesinada.
Hacerla renacer y volver a creer en ella. Hablar mirando
a las almas en lugar de mirar a los ojos. Que el alma, por mucho que digan, no
tiene ventanas. Pero a veces llegas a ella, con puentes de palabras, como dijo
Benedetti.
Sed felices.