jueves, 21 de julio de 2016

Hablar. Por hablar.

Hablar por hablar. Hablar por comunicarse. O para sentir las palabras como ese nexo de unión entre  personas. Hablar por escrito, por teléfono, en susurro o a gritos. Hablar para entenderse o para desentenderse. Hablar para escandalizar, para seducir, para convencer, hablar para seguir vivo.
Hablar y que tus palabras sean citadas, apropiadas y violadas. Hablar y firmar tu sentencia. O hablar y conquistar horizontes perdidos. Hablar de mí y al hacerlo, hablar de todos, porque en el fondo, todos somos uno.
Sacrificar los significados, igual que se sacrifican ofrendas a las deidades olvidadas. Y cuando no se habla, echarlo de menos. Y recordar las palabras escuchadas, repasarlas como en un álbum de cromos de cuando éramos pequeños. Invocar conversaciones imaginadas y al hacerlo darles vida propia, en universos paralelos.
Callar y conectar la tele. Y escuchar palabras enmascaradas. Eufemismos, los llaman. Y maquillar con palabras los hechos. Acto que algunos han convertido en arte. Y algunos en profesión. Y nosotros los hemos convertido en dioses. Profanos, pero dioses con todo el poder. A los que convierten las palabras en espadas, y usan espadas para vender palabras.
Apagar la tele, tirar el periódico y evitar que la palabra siga siendo asesinada.
Hacerla renacer y volver a creer en ella. Hablar mirando a las almas en lugar de mirar a los ojos. Que el alma, por mucho que digan, no tiene ventanas. Pero a veces llegas a ella, con puentes de palabras, como dijo Benedetti.
Sed felices.



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