"El reloj llegó a mi casa por
casualidad. No era de un viejo anticuario, ni lo había heredado de una abuela
rica y excéntrica. Simplemente llegó. Creo que fue una de esas cosas que compras
para regalar y no consigues dar con la persona a quien quieres dárselo. Y así
sin más, pasa a ser tuyo. Lo colgué en la pared del salón comedor. Porqué creo
que es allí donde deben estar los relojes, donde pasas más tiempo, donde estén
recordándote que el tiempo pasa.
Era de madera oscura y no
pegaba para nada con mis otros muebles. Empecé el ritual diario de dar cuerda
al reloj. Me gustaba. Despertar. Tomar café. Dar cuerda al reloj para que
marque las horas de mi vida. Vivir. Me gustaba la compañía que me hacía. Sobre todo
al principio. Cuando cada hora sonaban unas campanadas y yo le miraba y
sonreía. Después ya esperaba la hora punta y solía mirar de reojo a la máquina
de mi pared, como esperando que cantara el tiempo para mí. Todo fue así. Hasta que
un día me di cuenta de que ese reloj era para mí mucho más que un reloj. Había empezado
a llegar a casa y saludarlo. Como si fuera un perro o un gato que me había
estado esperando todo el día. Una noche de insomnio me senté a oscuras
con una taza de chocolate en la mano y le conté que no podía dormir. Sin darme
cuenta le conté por qué hacía tanto tiempo que me costaba dormir. Le hablé de
mis vigilias nerviosas y de mis sueños que antes eran vívidos y coloridos y
ahora cuando llegaban eran olvidables y en blanco y negro. Cogí una
manta y me enrollé con ella en mi incómodo sofá. Y dormí como un bebé.
Al día siguiente pensé que a
lo mejor haría bien en llevarme el reloj a mi habitación. Para poder hablar con
él desde la cama. Pero deseché la idea porque un reloj de pared en la
habitación era absolutamente ilógico y demente. Pero dormí muchas más veces en
mi comedor. Así que cambié mi incómodo sofá por un sofá cama, que al principio
desplegaba cada día y después ya quedó permanentemente en el centro de la sala.
Y así tú te quedas en tu sitio, frente a la ventana para que puedas ver la
calle. El reloj me miró, oí un suspiro. ¿Cómo es el suspiro de un reloj? No sé,
tiene un sonido mecánico y a la vez suena a madera y a metal. Creemos que no lo
oímos pero si el reloj te deja oír su suspiro una vez, sabes que es imposible
que pase mucho tiempo hasta que lo vuelvas a escuchar.
Fue en mi etapa viajera
cuando todo cambió. Yo veía reportajes de viajes en la tele y le decía ¿no te
gustaría visitar esto? ¿Te ha gustado la puesta de sol de Atenas? Una noche le
leí los cuentos de la Alhambra. Otra, una guía de los fantasmas de Londres. Y así
mi reloj y yo íbamos conociendo mundo. Y entonces pasó. Mi reloj se volvió
loco. Colgado en la pared yo lo veía triste y no sabía qué hacer por él. Le leí
a Oscar Wilde, siempre que hay que animar a alguien, le leo algo de Oscar
Wilde. Le puse una película de Billy Wilder. De George Cukor. Le enseñé los
bailes por París de Gene Kelly. Las nanas bailadas de Fred Astaire. Pero mi
reloj seguía triste. Y empezó a desentonar. Su esfera marcaba las tres, pero él
daba ocho campanadas. Y así por siempre más. Con cara de preocupación decidí
llamar a un relojero. No, no puedo traerle el reloj, tendría que venir usted a
mi casa. Creo que el reloj está demasiado mal para salir. Me colgaron el
teléfono en tres o cuatro sitios. Hasta que una voz mayor con un deje ruso en
el acento me dijo que vendría esa tarde.
El relojero efectivamente
era mayor. Y ruso. Se sentó en mi salón e hizo caso omiso de la cama puesta en
medio, como si fuera la cosa más natural del mundo. ¿No va usted a mirar el
reloj? Le pregunté impaciente. El viejo ruso miró la hora. Faltan veinte
minutos para las cinco, vamos a escuchar primero como suena, después
decidiremos. Nos tomamos un té y nos miramos en silencio. Él percibía mi
preocupación y me confortó ver su mirada tranquila, como diciéndome que todo
saldría bien. Eran las cinco. Una sola campanada. El viejo relojero movió la
cabeza hacia los lados preocupado. Lo apuntó en su libreta con un lápiz que
casi no era lápiz por lo gastado que estaba.
Ajá. Dijo. Debemos esperar
otra hora. Y así pasamos la tarde. El reloj a las seis dio doce campanadas. A las
siete, cinco. A las ocho tres.
Es grave. Dijo el abuelo. Su
reloj se muere de pena. Tiene ansias de vivir y sabe que no puede moverse de aquí. Ha perdido su norte.
Lo sabía, dije. He oído como lloraba por las noches.
¿Qué puedo hacer?
Poco ya. El reloj no
mejorará. Siempre marcará la hora correcta pero dará las campanadas del país
que quiere visitar. Ha contraído el mal viajero. Sólo hay una manera de
curarlo.
¿Viajando?
No no, vaya
locura, ya es un reloj viejo. Y no aguantaría un viaje con cambio horario. Debe
viajar usted. Sólo así, cuando vuelva y le traiga fotos y postales, cuando le
cuente las historias vividas de primera mano el reloj irá aguantando. Antes de
irse póngale algo de Mozart, su música siempre alegra a los moribundos y calma
a los locos.
Y aquí estoy. En el
aeropuerto. Voy a Rusia. A ver las noches blancas. Pienso escribirlo todo en mi
cuaderno, no quiero olvidar nada que contarle a mi reloj. Pobrecillo, que
contento estaría de venir conmigo. De ver mundo y de vivir."
Sed felices.